Tras un buen rato sin feligreses, el cura está echando una cabezadita en el confesionario cuando la voz de una mujer lo despierta.
- Perdóneme padre, porque soy una pecadora.
- ¿Qué ha pasado hija mía?.
- No sé como decírselo, pero cuando hablo con un hombre tengo por todo el cuerpo unas sensaciones extrañas, un hormigueo que no me deja vivir.
- Pero hija, ¿con todos?.
- Con todos padre.
- Por favor hija, que yo también soy un hombre...
- Ya lo sé padre, por eso vengo a usted a confesarme.
- Vamos a ver hija, ¿como describirías esas sensaciones?.
- No sé decirle pero en este mismo momento, solo de hablar con usted, mi cuerpo ya se rebela a estar de rodillas y me pide con urgencia ponerme más cómoda de ropa y de posición.
- ¿En serio es esa la sensación que siente?.
- Esa padre, esa. Necesito relajarme...
- Pero hija, ¿como necesitas relajarte?.
- No sé, padre. ¿Qué le parece tenderme de espaldas en el suelo?.
- ¿Y qué más, necesitas hacer?.
- No sé padre. Es que tengo un hormigueo para el que no encuentro acomodo.
- Pero hija...
- Creo que un poco de calor me aliviaría.
- ¿Calor hija, que clase de calor?. (El sacerdote está poniéndose a mil.)
- Calor humano padre, calor humano que alivie mi padecer.
El sacerdote no puede resistir más, pero sigue preguntando ya en primera persona.
- ¿Es muy frecuente esa sensación que tienes, hija?.
- Permanente padre, permanente. Ahora mismo imagino sus manos sobre mi piel y creo que serían de gran alivio para mí.
- Pero hija, que uno no es de piedra...
- Por eso padre, por eso. Sería un acto de caridad. Necesito urgentemente que alguien me estruje entre sus brazos y me dé el alivio que pide mi cuerpo.
- Por ejemplo... ¿yo? -dice el cura ya perdidos los papeles.
- Sí padre sí. Sin duda usted podría aliviar todas mis penas.
El cura ya no puede resistir más la tentación de la carne y mirando por la cortinilla que no haya nadie más en la iglesia lanza su última pregunta a través de la celosía, para evitar responsabilidades por una posible minoría de edad.
- Una última pregunta hija mía. ¿Cuantos años tienes?.
- Setenta y cuatro padre, setenta y cuatro. ¿Podrá hacer algo por mí?.
- ¡Hostia! (perdón) -dice el cura desencantado- Lo siento hija mía, no puedo hacer nada. Ve en paz. Sin duda lo tuyo debe ser reumatismo.
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